El primer desprendimiento de tierra ocurrió a unos tres metros, a sus espaldas. No lo alarmaba. Las tinieblas se pusieron más densas en el angosto agujero por el cual se arrastraba sobre el vientre para avanzar o retroceder. Siguió perforando con el plato de hojalata. La barranca ya no estaría lejos.
En turnos de cuatro horas, seis presos avanzaban la excavación veinte centímetros diariamente. Desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que se notara, les restaba velocidad. Por eso dejaron de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día.
La guerra civil concluyó seis meses atrás. La perforación del túnel llevaba cuatro. Entre tanto, fallecieron, por diversas causas, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos amontonados en esa inhóspita celda, donde en tiempos de calma no entraban más de diez presos comunes.
De los diecisiete presos que tuvieron la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve los llevaron distintas enfermedades; a cuatro, los apremios de las torturas; a dos, una tisis galopante. Otros dos se abrieron las venas.
Otro desprendimiento le enterró las piernas hasta los riñones. Probablemente todo un cimiento cedía.
No tuvo otro recurso que cavar hacia adelante. Quizá no eran cinco metros los que faltaban ni veinticinco días los que lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran sólo unos cuantos centímetros más. Se animaba a medida que le faltaba el aire. Estaba tan absorto en su emoción y no comprendía que el lodo tibio no significaba la proximidad del río, era su propia sangre brotando debajo de uñas y yemas heridas. Procuró avanzar, pero ya ni sentía sus piernas, sólo la asfixia. Ahogado en un río sólido y oscuro, dejó de moverse. La tortura se transformó en inexplicable delicia y empezó a recordar.
Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. En el frente de Gondra, la guerra se estancó. Hacía seis meses que paraguayos y bolivianos, en sus inexpugnables posiciones, cambiaban tiroteos e insultos. Estaban a cincuenta metros unos de otros. En las pausas de ciertas noches, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.
En una de esas pausas, con otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo y hermano, moreno de ojos verdes, comenzó a cavar ese túnel que saldría detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que entraría en erupción como cráter de un volcán.
En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas. Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos en el tranquilo sueño del que no despertarían.
Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo sugirió cavar en el suelo de la cárcel, que él empezó a cavar y que, por último, sólo a él le sirvió de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le rodeó desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, aunque era mucho más viejo.
La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.
Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, esa noche encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la nocturnidad siniestra del patio. Encontraron los pasillos y corredores desiertos. Avanzaron. La puerta trasera estaba entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, los abatió el fuego cruzado de las ametralladoras sobre ellos durante algunos segundos.
Al día siguiente, la ciudad se enteró de que liquidaron a unos cuantos presos al intentar evadirse. El comunicado mintió con la verdad. El testimonio fue irrefutable: el túnel. Los periodistas quedaron satisfechos ante el boquete de entrada en la celda. La evidencia anuló otros detalles: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.
Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) nuevamente quedó abarrotada.